Riachuelo, 2018. |
La imagen del humo –testigo del fuego y de su poder transformador– fue una constante en el cielo del Riachuelo desde que sus dos márgenes comenzaron a poblarse, cuando el agua no tenía todavía la sola función de separar. A comienzos del siglo XX todavía era un protagonista invariable de esa babel de chapa y madera que crecía y crecía: humos blancos y negros, amables y amenazadores se desprendían de los barcos, de las fábricas, de las cocinas, de los incendios desafortunadamente usuales. Una noche al año, hacia fines de junio, surgía también de las numerosas fogatas que convocaban a los vecinos en celebración de San Juan. Esa celebración ponía de manifiesto una vida en comunidad en que la gente aún no se había replegado al espacio cerrado de sus viviendas. La sensación sería tanto más evidente durante esas horas, cuando el rito ancestral invitaba a la comunión y el humo de cientos de hogueras, en los distintos barrios a uno y otro lado del río, se unía en un cielo único.
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